Amanece.
A diez manzanas, veinte árboles, doscientos coches y dos portales , exactamente del decimoctavo piso; en un pequeño apartamento de cincuenta metros cuadrados, daba los buenos días un agonizante despertador del todo a cien.
Que poco se imaginaba el viejo reloj que sería su último trabajo, sin dudarlo, sin ni siquiera abrir los ojos, como guadaña decidida , Marta lo calló para siempre lanzándolo por la ventana.
Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, se sentía más libre, más lejos de su antigua vida, quizá esta vez él tuviera razón, quizá las cosas iban a salir bien, por fin todo sería diferente, más fácil.
Sin querer mirar, tal vez para que la incertidumbre acunara a la esperanza durante unos segundos más, extendió su mano por la cama, pero el frío de la ausencia esta vez no le sorprendió demasiado, él llevaba tres noches durmiendo fuera de casa, asuntos de trabajo alegaba, y colocaba unas flores rojas en el jarrón.
Pero hoy se estaba retrasando, Marta se levantó esquivando cajas, recuerdos, acababan de mudarse, y lo único que habían decidido salvar de su antigua vida se encontraba empaquetado, clasificado en pequeñas cajas con anotaciones a boli negro.
Estaba decidida, hoy saldría a buscar trabajo.
A diez manzanas, veinte árboles, doscientos coches y dos portales, exactamente del pequeño apartamento, Julio abandonaba el decimoctavo piso con flores rojas en la mano, habían llegado los albañiles.
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