domingo, 21 de febrero de 2010

4.

Marta abandonó el apartamento, iba equipada tan sólo con su bolso azul, aquel en el que siempre había espacio para una cosa más, pero se dejó el móvil en casa.
Cruzó la calle, delante de ella, un elegante y enorme cartel que le era familiar, "ACEROVA"; recordó la promesa que le hizo a su marido, pero las ganas de saber le aplastaron el estómago, ahogando de nuevo su consciencia, y cruzó la puerta.
Al otro lado le recibió tras un mostrador una joven muy amable a la que no había visto nunca:

- Buenos días señorita,¿puedo ayudarla en algo?
. Buenos días, quería ver al Señor Alfonso Vasador.

La joven no perdió su sonrisa de juguete mientras la explicaba que no era posible, ya que el Señor Vasador había vendido la empresa y se había marchado del país.
Marta agachó la cabeza y salió de ese lugar, que a pesar de su elegante y enorme cartel conseguía ponerle los pelos de punta; en ese mismo momento, mientras la primera lágrima comenzaba a desperezarse en sus ojos, la joven recepcionista con sonrisa de juguete levantaba el teléfono:

- Piiii, Piiiii
. ¿Si?
- Señor Abrochante, ella acaba de estar aquí.
. Pi,Pi, Pi

martes, 17 de junio de 2008

3

Tres meses más y haría un año. Un año que estaba arruinado. Por completo y aparentemente sin remedio.

Un año y un par de meses antes, Alfonso Vasador había rechazado aquel paquete que Julio Abrochante había enviado a los propietarios de las empresas más importantes afincadas en la ciudad. Rechazó el paquete y el trato del que era mensajero en manos de mensajero.

Un año menos tres meses después, Alfonso Vasador pasaba las noches temblando de frío y de miedo y los dias tomando posesión de cartones y objetos nimios y vitales. De cien a cero en menos de un año. Frenada en seco. Corte de meada. Como quieran llamarlo.

Todavía le quedaba algo de sus famosas agallas, las que le habían servido durante tantos años para levantar y mantener a flote Acerova. Pero sabía que era cuestión de tiempo que también esas agallas se disolvieran como si jamás hubiesen existido. En la calle llevaba apenas dos meses. Pero dos meses de sentirse un despojo humano son suficientes para acabar con cualquiera. Alfonso calculaba que aún le quedaban otros dos para empezar a comprar cartones de vino barato a las 10 de la mañana. Dos meses para devolverle el paquete a Julio Abrochante.

Ahora pasaba por delante la mujer que, de haber seguido su vida el rumbo que él había trazado, hoy se convertiría en su amante. Pero ahora la mirada de ella resbala por encima de un tio sin nombre que ha aprendido a limpiarse el culo con billetes de autobús. Alfonso tampoco la mira a ella. Mira al vacío.

Y piensa.

martes, 18 de septiembre de 2007

2

Amanece.
A diez manzanas, veinte árboles, doscientos coches y dos portales , exactamente del decimoctavo piso; en un pequeño apartamento de cincuenta metros cuadrados, daba los buenos días un agonizante despertador del todo a cien.
Que poco se imaginaba el viejo reloj que sería su último trabajo, sin dudarlo, sin ni siquiera abrir los ojos, como guadaña decidida , Marta lo calló para siempre lanzándolo por la ventana.
Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, se sentía más libre, más lejos de su antigua vida, quizá esta vez él tuviera razón, quizá las cosas iban a salir bien, por fin todo sería diferente, más fácil.
Sin querer mirar, tal vez para que la incertidumbre acunara a la esperanza durante unos segundos más, extendió su mano por la cama, pero el frío de la ausencia esta vez no le sorprendió demasiado, él llevaba tres noches durmiendo fuera de casa, asuntos de trabajo alegaba, y colocaba unas flores rojas en el jarrón.
Pero hoy se estaba retrasando, Marta se levantó esquivando cajas, recuerdos, acababan de mudarse, y lo único que habían decidido salvar de su antigua vida se encontraba empaquetado, clasificado en pequeñas cajas con anotaciones a boli negro.
Estaba decidida, hoy saldría a buscar trabajo.
A diez manzanas, veinte árboles, doscientos coches y dos portales, exactamente del pequeño apartamento, Julio abandonaba el decimoctavo piso con flores rojas en la mano, habían llegado los albañiles.

viernes, 7 de septiembre de 2007

1

Desde el decimoctavo piso de un edificio en construcción, Julio Abrochante observaba la ciudad. El local a medio acabar, con sus paredes y suelos de cemento desnudo, el frío nocturno que le transmitía el cristal del gran ventanal, la visión de la urbe, el silencio, llenaban el corazón de Julio de una esperanza crepuscular. El firme que pisaba con sus pies era el terreno abonado, a punto de ser sembrado, de lo que sería su nueva vida. Y en estos momentos sentía una euforia contenida, íntima, que nacía de las penalidades y de las cadenas de lo que consideraba ya la vida de un antepasado suyo, siendo, sin embargo, la suya propia. No era casualidad que fuera el decimoctavo piso.

En poco tiempo, lo sabía con certeza, sería el hombre más influyente de la ciudad.